Hecho en Saturno, Rita Indiana

hecho en saturno

En unas pocas semanas se celebrarían elecciones en Dominicana y el partido de su padre, según todas las encuestas, iba a ganarlas de nuevo. Hasta ese momento no se había preguntado por qué su padre se esmeraba como nunca en atenderlo, aunque fuese en Cuba y a través de Bengoa. No tardó en llegar a la obvia y dolorosa conclusión de que José Alfredo lo había enviado a La Habana menos preocupado por su salud mental que por la salud de su propia vida política. Un hijo tecato es un regalo del cielo para cualquier profesional de la campana sucia, el tipo de campaña que arreciaba mientras más se acercaban las elecciones. Su padre se había deshecho de su problema y al mismo tiempo le había hecho, a los ojos de todos, un bien. Argenis se acercó, aún desnudo, al afiche del Che y le escupió como si fuese la casa de José Alfredo. Salió a la sala, diciendo en voz alta: “tú eres un hijo de puta, pero yo soy más hijo de puta que tú. Me tienes aquí porque te doy vergüenza, pero yo la estoy pasando nítido con tus cuartos, mamagüevo”. Sacó dos ampolletas de Temgesic en vez de una y ensayó en su cabeza una excusa para Bengoa, “necesitaba una dosis más fuerte para evitar otro ataque de pánico”. La jeringuilla se llenó completa con los seis miligramos de la vaina y se los puyó contento al imaginar, camino a la estratosfera, que su papá y su mamá veían por un hoyito como viraba los ojos poseído por el placer.

¡Absalón, Absalón!, William Faulkner

absalón

Y es que por un momento Ellen dio por terminado el llanto y secó sus lágrimas y entró en el templo. Estaba desierto, con la sola excepción de su abuelo y su abuela y tal vez otra media docena de personas que pudieron acudir por lealtad a los Coldfield o tal vez por estar cerca y así no perder ningún detalle de aquello que el pueblo, representado por lso coches allí parados, parecía haber colegido por adelantado y exactamente con la misma claridad que Sutpen. Aún estaba desierto el templo cuando comenzó y concluyó la ceremonia. Y es que Ellen también tenía su orgullo, o al menos esa vanidad que puede a veces asumir a veces el papel del orgullo y la fortaleza; además, todavía no había ocurrido nada. Fuera, el gentío aguardaba en silencio, tal vez por respeto a la iglesia, tal vez por la propensión e incluso la ansiedad que tiene el anglosajón por la completa aceptación mística tanto de los palos y las piedras de la lapidación como de las vigas y piedras consagradas del templo. Parece ser que salió ella de la iglesia y se adelantó por tanto entre el gentío sin ningún aviso previo. Tal vez estuviera aún embebida en ese orgullo desmedido, con el cual no permitió que nadie fuera de la iglesia la viera llorar. Se adentró entre el gentío seguramente presurosa por llegar al recogimiento de su carruaje, donde podría ceder de nuevo al llanto; tal vez su primer indicio fue una voz que gritó «¡Cuidado! ¡A la novia no le deis!», y el proyectil —un terrón de barro seco, un desperdicio, lo que fuere— que pasó de largo, o tal vez la propia luz que cambió al darse ella la vuelta y ver a uno de los negros, la tea en alto, en el instante de emprender la carrera hacia el gentío, los rostros, cuando Sutpen le habló en esa lengua en la que ni siquiera entonces reconoció buena parte del condado una lengua civilizada. Eso fue lo que vio ella, lo que vieron los otros desde los coches detenidos al otro lado de la calle: la novia que se refugió a resguardo de su brazo y él que la colocó a su espalda y permaneció inmóvil, quieto incluso después de que otro proyectil (no arrojaron nada que pudiera causar heridas. Puñados de lodo reseco y desechos vegetales) le derribase el sombrero y un tercero le alcanzase de lleno en el pecho, de pie, inamovible, una expresión que era casi una sonrisa en la que asomaban los dientes en medio de la barba, sujetando a sus negros por medio de una sola palabra (sin duda había pistolas entre el gentío; de seguro había navajas; el negro no habría durado vivo ni diez segundos si se hubiese abalanzado contra ellos) mientras en torno al cortejo nupcial el círculo de los rostros boquiabiertos, en cuyos ojos se relfejaba la luz de las teas, parecía azuzar y vacilar y cambiar de lugar y esfumarse al fin al resplandor humeante de la madrea de pino prendida. Se batió en retirada hacia el coche escudando con el cuerpo a las dos mujeres y ordenando a los negros con otra palabra que lo siguieran. Pero no le arrojaron nada más.

De senectute, Marco Tulio Cicerón

de senectute

«La vejez excluye de administrar los negocios». ¿De cuáles? ¿Acaso de aquellos que se administran con la juventud y las fuerzas? ¿No hay, pues, negocios, algunos seniles que, aun estando débiles los cuerpos, sean administrados, sin embargo con el alma? ¿Luego nada hacía Quinto Máximo, nada tu padre Lucio Paulo, suegro de mi hijo, óptimo varón? Los demás viejos, los Fabricios, los Curios, los Coruncanios, cuando con su sabiduría y autoridad defendían la república, ¿nada hacían?

Una noche con Sabrina Love, Pedro Mairal

una noche con sabrina love

Daniel comía tímido, echando miradas fugaces a los otros. Vio que los hombres estaban quemados por el sol con la frente blanca de tener el casco puesto, vio las manos grandes y resecas acostumbradas a las herramientas, sosteniendo ahora sus pequeñas cucharas, las manos que partían el pan como si desmenuzaran un cascote. Quiso arreciar sus movimientos, desenvolverse con esa gravedad. Se avergonzó de sus manos delicadas, sus manos de pulsar botones, de anotar números en planillas. Le hubiese gustado llegar al encuentro con Sabrina Love teniendo un porte más varonil, más ancho y acabado, llegar a ella más aplomado y rotundo,

Papá se ha ido de caza, Penélope Mortimer

papá se ha ido de caza

Su madre temblaba. Podía verla temblar. La incapaz, distraída y bobalicona mujercita, con su pulcra vida de chintz, su segura y petulante vidita, sus agradables juegos y sus nervios y su risa de besugo, estaba furiosa. Era increíble. Olvidaba que había deseado que estuviera furiosa. Solo tomó conciencia de que una y otra vez era rechazada, abandonada, traicionada por alguien que supuestamente debía quererla. No había palabras para describirlo. Sabía que lo que ahora gritaba era inútil, que su aspecto era feo y desgarbado, y que no le estaba haciendo ningún bien. No le importó.

Pequeño mundo, Hermann Hesse

pequeño mundo

En su carrera laboral avanzó con paso rápido. En el plan estaba que viajara durante unos años a una ciudad más grande. Pero en la tienda de su tía se hizo tan imprescindible que esta no quiso dejarlo marchar y, como más tarde heredaría el local, su bienestar económico estaba ya asegurado de antemano. Las cosas eran bien distintas en cuanto a los anhelos de su corazón. Para todas las muchachas de su edad, sobre todo para las más bellas, y pese a las miradas y a las reverencias que les dirigía, él no era más que una criatura ridícula. Él se iba enamorando de todas y se habría quedado con cualquiera que hubiera dado un paso adelante. Pero nadie lo dio, pese a que él iba perfeccionando el lenguaje a base de perífrasis rebuscadas, y el aspecto, a base de detalles y cuidados.

Los últimos niños en el bosque, Richard Louv
los últimos niños en el bosque

La naturaleza inspira creatividad en los pequeños al exigir una visualización y el uso total de los sentidos. Si se les da una oportunidad, un niño llevará la confusión del mundo al bosque, la lavará en el arroyo, le dará la vuelta para ver lo que vive en el lado oculto de esa confusión. La naturaleza también puede asustar a un niño y ese susto tiene un sentido. En la naturaleza los pequeños encuentran libertad, fantasía e intimidad: un lugar alejado del mundo adulto, una paz separada.
Estos son algunos de los valores utilitarios de la naturaleza, pero a un nivel más profundo, la naturaleza se entrega a sí misma a los niños por gusto, no como reflejo de una cultura,. En ese nivel, lo inexplicable de la naturaleza provoca humildad.

Una cena muy original, Fernando Pessoa
una cena muy original

Al igual que una noche en la que las tormentas se suceden a intervalos el testigo la describe como una sola e incensante tempestad, olvidándose de las pausas entre las descargas y bautizándolas a partir de esas singularidad que más lo ha conmocionado, de la misma forma, obedeciendo a una natural predisposición humana, los hombres se referían a Prossit como alguien jovial porque lo que más les llamaba la atención era el estruendo de su felicidad, el alborozo de su alegría. En el fragor de la tormenta el testigo olvida el hondo silencio de los intervalos. En el caso de este hombre, con facilidad olvidábamos, ante sus risotadas salvajes, el silencio triste, el malestar apesadumbrado de los intevalos de su naturaleza social.

A la deriva, Penelope Fitzgerald
A LA DERIVA

Entre el Lord Jim, que se encontraba atracado casi a la sombra del puente de Battersea, y las antiguas barcazas de madera del Támesis, que se hallaban doscientos metros rio arriba, cerca de los muelles donde se deshacían de la basura y donde se situaba la fábrica de cerveza, se abría un gran abismo. A los moradores de las barcazas, criaturas que no eran ni de tierra ni de agua, les hubiera gustado ser más respetables de lo que eran. Aspiraban a instalarse en la orilla de Chelsea, donde, a comienzos de los años sesenta, miles de personas vivían dedicándose a actividades razonables, con una adecuada cantidad de dinero. Pero a causa de la imposibilidad de ser como los demás, que a ellos les resultaba verdaderamente perturbadora, se quedaron encallados, junto a tantas otras cosas arrastradas por la corriente, entre los embarcaderos enlodados del canal de marea.

Desde un punto de vista biológico, podía decirse que, como la mayor parte de las criaturas que vivían en la costa, habían “triunfado”. No resultaba fácil librarse de ellos. Pero, en realidad, vender el navío para después marcharse de Battersea se consideraba un acto de desesperación, similar al que realizaron los anfibios cuando, en un pasado remoto, salieron a la tierra. Muchas de aquellas especies perecieron en el intento.

Quisiera que oyeran la canción que escucho cuando escribo esto, Manuela Espinal Solano
quisiera que oyeran...

Hace días estábamos viendo televisión y se fueron a comerciales. En esas sale un cantante joven, nuevo en la industria, y anuncian que es el nuevo presentador de un programa de talentos. Con mi misma edad y él ya está presentando un programa, ya es reconocido. No me llamó la atención, nunca he querido las luces. Mamá no pensó igual: estaba sentada en la orilla de la cama, dándome la espalda, se inclinó un poco como para voltear a verme, pero no lo hizo, se quedó mirando el televisor y me dijo:
—Tú tienes mucho más talento. Tú y tu hermana deberían estar haciendo algo como eso.
Es difícil entender. ¿A qué se refiere con “algo como eso”? Ella nunca dice exactamente lo que quiere que yo haga. Nunca lo he sabido.

La serpiente, Luigi Malerba
la serpiente

A mí me repugna recurrir a medios externos para impresionar a una mujer, prefiero el sistema clásico del beso. Miriam estaba allí, abandonada sobre el asiento como si la hubiese apaleado, los ojos brillantes y ojerosos como los de un enfermo consumido por la fiebre, la había dejado hecha un trapo, mirándome mientras yo encendía un cigarrillo y pidiéndome que le dejara dar una calada y yo se lo acercaba a los labios. Ella echaba una nubecilla de humo y me decía que diera otra calada. Nadie habría podido negar que, aquella noche, entre Miriam y yo había nacido una verdadera historia de amor. Si no ¿qué es una historia de amor? Así lo entiendo yo, al margen de lo que vendrá después.

El caso Saint-Fiacre, Georges Simenon
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Una oca que deambulaba por el camino tendía hacia Maigret el pico, muy abierto por la furia. Las campanas tañían con fuerza y los feligreses salían lentamente, arrastrando los pies, de la pequeña iglesia de la que escapaba el olor a incienso y a cirios apagados.

Maigret se habíametido en el bolsillo el misal, que al ser tan grueso le deformaba el abrigo. Se detuvo para examinar otra vez aquel tremendo trozo de papel.
¡El arma del crimen! ¡Un recorte de periódico de siete por cinco centímetros!

La condesa de Saint-Fiacre acudía a la primera misa, se arrodillaba en el reclinatorio reservado a los miembros de su familia desde hacía siglos. Comulgaba. Todo estaba previsto. Abría el misal a fin de leer la “Plegaria para después de la Comunión”.

¡Ahí estaba el arma! Maigret daba vueltas al papel en todos lo sentidos. Le parecía detectar en él algo equívoco. Observó entre otras cosas el alineamiento de los caracteres y se quedó convencido de que aquello no había sido impreso con una rotativa, como los periódicos auténticos.

Fútbol y poder en la URSS de Stalin, Mario Alessandro Curletto
fútbol y poder

Tras regresar a Moscú desde Pogost en el verano de 1920, Andréi de doce años, se alegró de encontrar de nuevo a niños que, como antes, daban patadas al balón en la calle delante de su casa; en el campo nadie conocía ese deporte, y de nada había servido su esfuerzo por difundirlo entre los hijos de los campesinos. Mientras tanto, en Moscú, el fútbol entendido como entretenimiento organizado se hacía más accesible: “Nikolai me dijo que en cualquier momento podía ir al estadio, inscribirme en un club y jugar cuanto quisiera. No era como antes, cuando para convertirse en socio de un club deportivo hacia falta presentar referencias y pagar cinco rublos de oro como cuota de inscripción”.

En efecto, los clubes superaron indemnes los trastornos de la guerra civil, pero no fueron tan afortunados muchos de sus miembros pertenecientes a la clase burguesa; así, se crearon a través de un proceso “espontáneo”, nuevos espacios para personas de origen humilde para las que en época prerrevolucionaria había resultado imposible acceder a las sociedades deportivas por motivos económicos.

El hombre invisible, H.G. Wells

elhombreinvisible

El señor Huxter estaba aturdido. Henfrey se detuvo al comprobarlo, pero Hall y los dos jornaleros que estaban en el bar corrieron enseguida hasta la esquina gritando cosas incoherentes, y vieron cómo el señor Marvel desaparecía al rodear el muro de la iglesia. Parecía que habían llegado a la imposible conclusión de que se trataba del Hombre Invisible, que de repente había recuperado la visibilidad, y salieron de inmediato a perseguirlo. Pero Hall apenas había corrido una docena de metros cuando soltó un sonoro grito de asombro y salió volando de lado, arrastrando en la caída a uno de los jornaleros. Lo habían derribado como a un jugador en un partido de fútbol. El segundo jornalero dio media vuelta y retrocedió, y pensando que Hall había tropezado solo, reanudó la persecución antes de recibir una zancadilla como la de Huxter. Entonces, cuando el primer jornalero estaba intentando levantarse, recibió de costado un golpe que podría haber derribado a un buey.

La hispanibundia, Mauricio Wiesenthal
La_hispanibundia

Es significativo que, en los peores momentos de crisis, el pueblo español haya contribuido de una manera casi suicida a mantener, contra viento y marea, la supervivencia de las mismas instituciones que lo aplastaban. Las crisis sociales y económicas suelen propiciar, en todos los países, movimientos idealistas que desbordan a los conservadores y a las clases dominantes. En España, por el contrario, las crisis se resuelven a menudo con una reacción de aislamiento, a la que el pueblo se suma muy a gusto, porque parece estar siempre deseando la vuelta a su rutina elemental. Es más: en esos momentos de naufragio, inquietud y agonía, se manifiestan, si cabe con mayor brillantez, los sorprendentes recursos del genio español, que —mediando el trabajo de sus artesanos— es capaz de inventarse un nuevo barroco con cuatro rejas, unos hierros forjados, unas lozas trituradas y unos vidrios rotos. Así nació, como una rosa entre espinas, la maravilla de nuestro modernismo. Entre las guerras de África, los dolores de la revolución industrial y los motines de Barcelona brotó este lirio. Y nuestras mejores y mas originales aportaciones culturales han surgido precisamente en ese clima bronco y preocupante.

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