Nickolas Buttler es de esos escritores solventes que saben construir una historia sin cabos sueltos y con personajes solventes. En esta ocasión, ha escrito sobre unos padres mayores que tienen miedo a perder la única hija (adoptiva) debido a la religión.
Shiloh era adoptada. La habían adoptado tres años después de la muerte de Peter y después de sufrir varios abortos y de soportar un sinfín de consultas médicas. Tras la pérdida del bebé, su matrimonio habría adquirido una tonalidad diferente. Una suerte de gris melancólico parecía teñir cada habitación en la que se encontraban, como una nube que apagaba el sol. Cuando hacían el amor, parecía un acto accidental y pesaroso. Cuando se besaban, lo hacían con labios fríos y rígidos. Lyle se daba cuenta de que la presencia de Peg en San Olaf tenía tanto de duelo como de estricta observancia o de celebración. Los otros parroquianos, gente buena y bienintencionada, los interceptaban cuando cruzaban el pórtico de la entrada en dirección al aparcamiento y les decían: «Oh, cariño, lo sentimos tanto por ti, por vosotros dos. Qué cosa más terrible». Peg sufría con coraje su simpatía para liberar luego toda su amargura en el coche, mientras volvían a casa, llorando desconsolada con un clínex en la mano y pataleando sobre la alfombrilla de goma.
Fue en aquella época cuando Lyle perdió su fe, aunque siguió ocupando su sitio en la iglesia todos los domingos, como siempre. Pero ¡ah!, hasta que punto ahondaba aquello en su resentimiento. Y como el agua que comienza a filtrarse por la grieta de una gran roca, comenzó él también a desgastar a Peg, poco a poco, tratando de erosionar su propia conexión con la iglesia y con su fe”.
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