por Marisol Oviaño

Ayer era nuestro primer coloquio, y anduve todo el día intranquila: como al evento convocábamos los editores de Milwaukee y yo, no tenía ni idea de cuanta gente iba a venir. Daba por hecho que a un coloquio sobre un libro de una escritora que todavía no es muy conocida, vendrían muchos menos habituales de Proscritos que a las fiestas que suelo celebrar, pero no sabía qué capacidad de convocatoria tendrían los milwaukeeros.

Y, por otra parte, todas las actividades que habíamos realizado hasta entonces en la trinchera proscrita tenían un componente festivo que implicaba estar de pie, porque el propósito era que los asistentes se tomaran una cerveza, se mezclaran entre ellos y charlaran unos con otros.Pero ayer habíamos invitado a los amigos a que vinieran a charlar con Margarita G. Tabares sobre la presencia de la muerte en su libro de relatos, Calabacitas dulces. ¿Habría suficientes sillas? ¿Cómo disponerlas para que estuviéramos cómodos? Y, acostumbrada como estoy a dar fiestas, ¿cuánta bebida comprar? O peor aún… ¿hay que comprar bebida cuando invitas a un coloquio? ¿Tenía sentido que aprovechase la hora de comer para hacer una de las famosas tortillas proscritas?

Por fortuna, la casualidad -eso que no existe- vino a resolverme la papeleta. Me habían quedado varias litronas del último sarao, y cuando me disponía a ir a Día a por hielo, me di cuenta de que la nevera portátil no estaba en su sitio. Llamé a mi hija y le pedí que mirara a ver si estaba en casa: tampoco. Recordé entonces que la tenía Cris, que vive a 15 kilómetros y que en ese momento estaba trabajando. Solucionado: nada de cervezas ni cosas frías. Y tortillas tampoco. Así que antes de abrir por la tarde me pasé a comprar un par de botellas de vino, una bolsa grande de patatas fritas, un par de latas de aceitunas y cacahuetes de esos que van fritos y rebozados en miel. En las galerías de arte a eso le suelen llamar “dar un vino español”.

Al final nos juntamos las suficientes personas para que el coloquio estuviera animado pero no fuera tan multitudinario que no se pudiera participar. Margarita nos habló de por qué la muerte está tan presente en sus relatos y leyó uno de sus cuentos, y mis alumnos y yo nos repartimos los personajes para leer otro. Creo que para ella fue toda una experiencia porque, según nos dijo, era la primera vez que lo oía leído e “interpretado” (lo hicimos lo mejor que sabemos) por otros.

Las lecturas dieron pie a un interesante debate sobre hasta qué punto un autor debe hacerse entender. Margarita comentó algo que ilustra por qué los escritores necesitamos siempre una mirada ajena: hasta que su editora se lo dijo, ella no se había dado cuenta de que la muerte estaba muy presente en todos sus relatos. Precisamente ahí radica la magia de escribir; escribimos con una idea en la cabeza, pero una conversación con personas que te leen pueden descubrirte universos que ni siquiera sabías que estaban ahí.

También sació nuestra curiosidad sobre cómo había sido su proceso creativo, y antes de que nos diéramos cuenta estábamos charlando sobre cómo nos influye la familia a la hora de escribir. Y el tema dio tanto de sí, que se hizo tarde y nadie se quedó a tomar nada. Margarita, su pareja y su hijo se quedaron un rato más, pero como tenían el abrigo puesto, me dio no sé qué recordarles que tenía abierta una botella de vino.

Así que cuando se fueron y me quedé sola, me tomé un vinito mientras volvía a colocar las sillas en su sitio.
Muchas gracias a todos por venir. Me ha encantado la experiencia, habrá que repetirlo.

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