por Miguel Pérez de Lema


Puedo morir dentro de una hora, puedo morir dentro de dos horas, puedo morir dentro de un mes o dentro de algunos años. No puedo saberlo y nada puedo hacer ni a favor ni en contra: así es esta vida. ¿Cómo he de vivir, por tanto, para salir airoso en cada instante? Vivir en lo bueno y en lo bello hasta que la vida acabe por sí misma.

Diarios Secretos
Ludwig Wittgenstein

Qué cosa tan terrible, maravillosa, y otra vez terrible, fueron las vanguardias. Si este primer cuarto del siglo XXI nos está pareciendo duro de masticar, mejor no pensar en lo que fue el del XX. ¡Hasta su pandemia fue una verdadera plaga bíblica con decenas de millones de muertos!

A los estragos de la Gran Guerra, la caída de los imperios y la citada Gripe Española, se sumaron con furioso afán disolvente el mundo del arte y el del pensamiento. Había que borrar el mundo, acabar con todo, y construir un “hombre nuevo”. Que de ese caldo de cultivo salieran también el comunismo y los fascismos no es casualidad temporal, sino extensión de marca porque ambos eran, ante todo, formas de Vanguardia.

Y la Vanguardia no hace prisioneros.

Ortega  ya nos explicó esta deriva en su Deshumanización del arte, que él, como buen intelectual burgués, como conservador cabal, despreciaba casi tanto como La rebelión de las masas. Centrada por Ortega la cuestión del elitismo intencionado del “arte para minorías” y acogiéndonos a todas sus aclaraciones, indagamos un poco más en la deriva del espíritu del tiempo, de los ismos, sus gozos y sus sombras.

Porque un siglo más tarde no podemos despegarnos de la Vanguardia, aunque ya no como nuestro futuro, sino como nuestro pasado, nuestro tortuoso clasicismo. Diríase que el engrudo mental en que nos atascamos es la tara heredada por ser sus descendientes, el pago por tener como preceptores a aquellos que habían venido a acabar con las preceptivas.
Hijos bastardos de padres geniales.

La sensación de que ya está todo hecho, desde lo más sublime hasta lo imposible, hasta lo que ni siquiera merecía la pena hacerse, se ha cernido sobre el mundo desde finales del S XX, y parece hoy protegida bajo el cuádruple barniz de la inocencia (porque vale todo), del fraude contable (porque quien tiene padrino se bautiza), del cinismo (porque ya no podemos creer en nada) y del nihilismo (porque finalmente, consumimos por costumbre, pero nada nos importa, nos seduce  ni nos ofende).
Esta, claro, es una visión negativa de la cuestión.

Sin embargo, también y por supuesto, gloria al tiempo de las vanguardias. El salto que propició en todos los campos del arte y del pensamiento fue tan descomunal que todavía nos cuesta asimilarlo. Como esa narración ya está aceptada en todos los manuales de historia del arte, abordamos aquí perfiles menos obvios.

Estamos afirmando que aquel tiempo es padre del caos y, a veces, de la impostura. Sin llegar a ese extremo banal y ocasional, sí que fue generalizado el endiosamiento del creador, su desprecio por hacerse entender, su voluntad de epatar. Y ahí encontramos al filósofo Ludwig Wittgenstein como campeón absoluto de la incomunicación entre el genio creador y los pobres mortales.

Si el arte se volvió, primero, arte para artistas y devino luego arte para comisarios, la filosofía se convirtió en un tecnicismo para profesores exégetas. Como decimos, algo muy grave sucedió en la conciencia del mundo para que el pensamiento dejara de ser la mayor expresión de racionalidad, de luz, para convertirse en algo críptico, para iniciados, que requiere de sacerdotes que lo traduzcan.

Es famosa la anécdota de Camilo José Cela, cuando en una conversación sobre Zubiri  (el filósofo ibérico con fama de ilegible), el novelista espetó: “No será tan listo ese Zubiri, cuando yo, que soy académico, no lo entiendo”.

En sus Diarios Secretos, leemos a un joven Wittgenstein que se expresa con absoluta claridad. Confiesa sus miedos como soldado durante la primera guerra mundial mientras espera entrar en combate y se desespera por no poder avanzar en su trabajo filosófico, atrapado en un barco de guerra en la compañía de soldados a los que desprecia porque “huelen mal”. Él, descendiente de uno de los hombres más ricos de Austria, el señor del acero, acostumbrado a tratar con Bertrand Russell  en el Trinity College de la Universidad de Cambridge y con Klimt en los salones de Viena, no soporta la compañía del populacho, cuyo contacto le produce más incomodidad que la mismísima guerra.

¿Por qué comprendemos sin el menor esfuerzo y hasta valoramos las buenas condiciones literarias de sus diarios, escritos para no ser divulgados, y sin embargo nos topamos con un muro incomprensible en su Tractatus Logico-Philosophicus?

Los profanos nunca alcanzaremos a saber si sus ideas son realmente tan complejas que no podían expresarse de otra forma. Y tampoco podremos saber si la explicación a cargo de sus exégetas es válida, porque no comprendemos nada del texto del que proceden. Es una misa en latín.

Lo más inquietante, y también lo más divertido, es que ni siquiera sabemos si Wittgenstein, en lugar de esforzarse por dar luz a sus ideas, hizo lo contrario, se devanó los sesos para comprimirlas y oscurecerlas hasta un punto de abstracción al que la clase de tropa, los que “olemos mal”, jamás llegaremos.

Como él mismo nos dice en su prólogo “probablemente sólo entienda este libro quien ya haya pensado por sí mismo los pensamientos que en él se expresan”. Al igual que en el barco, durante la guerra, Wittgenstein solo toleraba el trato con los oficiales (sin ser uno de ellos), advierte desde el principio de su obra que el derecho de admisión está reservado a una minoría tan selecta que quizá solo le comprende a él mismo.

Si el tiempo de la Vanguardia dinamitó la misión clásica del artista de crear y transmitir la belleza, parece que sucedió otro tanto con la misión del filósofo de iluminar el mundo y ayudar a comprenderlo. Aquí nadie había venido a traer paz a los avasallados.

Aunque, después de todo, quiénes somos para atrevernos a poner nuestras zarpas sobre la obra de un genio al que nunca comprenderemos. Qué tenemos que decir sobre lo que no podemos decir nada. Una vez más, ya lo dijo él mismo en la frase final de su Tractatus: “De lo que no se puede hablar hay que callar”.

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