por José Carlos Rodrigo Breto

Winfried Georg Maximilian Sebald, más conocido como W. G. Sebald , dejó aplastada su vida en un accidente de tráfico que primero fue un accidente cardíaco: colapsado al volante, se estrelló contra un camión en las carreteras de Norfolk, Reino Unido, lugar en donde impartía clases de Literatura Europea y Escritura Creativa para la Universidad de East Anglia.

Entre su muerte, un 14 de diciembre de 2001, y su nacimiento en Wertach, Alemania, en 1944, transcurrieron 57 años que se convirtieron en torrentes de literatura desde 1988, cuando firmó su largo e irregular poema en prosa Del natural (la obra de Sebald a la que me voy a referir en este artículo está editada en España por Anagrama , salvo al principio, que también lo publicó Debate ).

Así que dejemos la poesía —ciertamente, su poesía no es una razón para leer a Sebald— y centrémonos en esa serie de obras que nos legó, junto al regalo de su genio que originó un cambio en el paradigma literario con la entrada del siglo XXI, verdadero motivo por el cual sí que debemos leer a este bávaro.

Indudablemente, Sebald es Sebald por un libro muy concreto, tanto, que me da la sensación de que ha eclipsado al resto de su obra, una obra que contiene algunos volúmenes muy notables y otros extraordinariamente sobresalientes. Me refiero a Austerlitz, publicada muy poco antes de fallecer, circunstancia que, en cierto modo, coloreó al alemán con una pátina de escritor malogrado y legendario.

Cronológicamente, y antes de abordar ese Austerlitz que es libro de libros, novela de novelas y ejemplo de lo que será el nuevo modelo narrativo del segundo milenio, hay que prestarle atención a una serie de publicaciones deliciosas que repiten, una y otra vez, las inquietudes del autor, sus temas preferidos, también aquellos que le mortificaban, tales como la angustia y la agonía, el desarraigo y la pérdida de la identidad, el sufrimiento de Europa y su devastación; al final de todo ello se intuye su gran obsesión: la muerte y la memoria entendida como un campo de batalla.

Sebald es un escritor consagrado a la memoria de un siglo, el siglo XX, ya sea mediante la evocación de sus escritores o a través del recuerdo de grandes crímenes (los bombardeos sobre Alemania durante la Segunda Guerra Mundial o los Campos de Concentración y Exterminio, por ejemplo), pasando por un brillante ejercicio de crítica literaria que incluye las exégesis de Handke , Amery o Walser.

Es notable esta inclinación de Sebald con Walser, figura de la que se ocupa con un mimo especial —yo diría que incluso se identifica plenamente con el escritor suizo— y sobre la que ha producido textos con análisis notables, como los ensayos que se incluyen en el volumen Pútrida Patria , o una exquisitez publicada por Siruela , El paseante solitario .

Esta profundidad en el análisis crítico de Sebald no sólo se limita a la tarea literaria, también abarca el análisis histórico, como en Sobre la historia natural de la destrucción , el polémico trabajo que aborda la manera en que los aliados asolaron las ciudades alemanas con bombardeos. Aquí, Sebald reclama el protagonismo de unas víctimas que, para unos, se lo tenían merecido (y por ello resultaban menos víctimas), y para otros, simplemente, y a fuerza de olvidarlas, nunca existieron.

Hablemos novelísticamente de Sebald, o tal vez debería decir hablemos narrativamente de Sebald, porque entendido como novela, con una estructura algo más clara y unas señas de identidad voluntariamente novelísticas, solo podemos calificar como tal a Austerlitz; así que lo demás…, ¿lo demás qué es?

Lo demás empieza en Vértigo , de 1990, editada primeramente por Debate y años después por Anagrama. ¿Es Vértigo una novela? Yo prefiero denominarla como un artefacto sebaldiano, originalísimo, en donde ya aparece uno de los motivos preferidos del autor, el movimiento, ya sea en largo viaje o de paseo, porque el escritor, que es profundo observador, siempre debe mostrarse en el tránsito de la ruta (circunstancia, la del paseo, que lo hermana con Walser).

El vagabundeo de Sebald no es un flaneurismo meramente geográfico, también incluye un recorrido sin rumbo por los resquicios de la memoria y de los recuerdos. Y en Vértigo, además, ya se nos muestra al propio Sebald inmerso en la narración de una forma que, si no lo convierte en el padre de la autoficción, desde luego sí que lo señala como el culpable del auge de este género, al menos desde la última década del pasado siglo.

A Vértigo, en donde Kafka y Stendhal comparten páginas con Dante o Luis II de Baviera , le seguirá Los emigrados , un texto en donde la prosa del autor alcanza una de sus mayores cotas. En Los emigrados, de 1992, y que en España siguió el mismo doble camino editorial que Vértigo (y lo mismo ocurriría, finalmente, con Los anillos de Saturno , para después Sebald convertirse en uno de los autores emblemáticos y exclusivos de Anagrama), nos topamos con el retrato de cuatro judíos exiliados durante los primeros años del nazismo, retratados con un estilo lento y minucioso, como si el narrador se hubiese convertido en una especie de relojero literario que abordase cada microscópico detalle con el más delicado de los cuidados.

En 1995 aparecería una de sus mejores obras, la antes mencionada Los anillos de Saturno, en donde un viaje del escritor por la costa inglesa —de nuevo el viaje y de nuevo Sebald incluido en la narración—, se convierte en una especie de historia minúscula, que atiende a los acontecimientos triviales para mostrarlos en relieve. Realidad, ficción y autobiografía, son los tres pilares fundamentales de la obra del autor que se entremezclan en Los anillos de Saturno con mayor fuerza que en ningún otro de sus escritos.

De esta forma, Sebald se ha convertido en un narrador de lo que algunos críticos denominan ficción-no-ficción, y no le queda más que culminar su obra con la descomunal Austerlitz, aparecida en 2001. Austerlitz es la obra maestra de ese método sebaldiano consistente en aunar la narrativa de sesgo biográfico o autobiográfico con una serie de enigmáticas imágenes, planos arquitectónicos, mapas o dibujos que, presuntamente, ayudan a iluminar el texto, pero que, realmente, y como no somos capaces de saber muchas veces si lo que estamos viendo se corresponde con la narración, acaban por opacarlo.

En esta línea de blancos y negros, quebrada por una escritura poderosa, radica la principal virtud de Sebald. En Austerlitz, junto a la historia, se nos ofrecen fotos de polillas o de fachadas de casas, fotogramas pertenecientes a una película sobre el gueto de Terezín , que conviven al lado de las instantáneas tomadas en la nueva Biblioteca Nacional de Paris.

¿Qué hay de real de todo ello? ¿Qué es mentira? Qué más da. Leyendo a Sebald podemos disfrutar elaborando nuestras propias composiciones de lugar gracias al soporte documental. Un soporte taimado, tramposo, pero que de esa forma ayuda a difuminar esos límites de la ficción-realidad por donde el autor se mueve tan a gusto.

Esta forma de escribir novelas tal vez no sea del todo novedosa, ya sabemos que no hay nada nuevo bajo el sol, pero Sebald consigue elevarla a otro nivel, convirtiéndola en un artefacto literario bajo cuya sombra se han empezado a cobijar recurrentemente muchos autores (incluso aquellos que critican que Sebald haya subido a los altares de la literatura promovido por un grupo de fanáticos intransigentes que no quieren reconocer que el modelo sebaldiano ya existía antes).

En literatura, desde Ovidio , y después de Dante y Cervantes , ya está todo dicho. Pero no de la forma en que lo ha concretado Sebald en sus obras. Se trata de una nueva perspectiva. Por eso, es el culpable —y también quien mejor ha sabido ensamblar y conectar este modelo de autoficción como una nueva identidad novelística europea— de producir un cambio de paradigma para la narrativa del siglo XXI. Puede mirarse como se quiera, puede despotricarse o negarse. Las páginas de Austerlitz lo demuestran. Quizás lo necesario, para estos negacionistas de los sebaldiano, sería leerla para convencerse.

Una vez hemos leído Austerlitz nos transformamos en sebaldianos para siempre. El autor nos gana de una forma total, no queda más remedio que rendirse a él. Atacarlo frontalmente, buscarle dobleces, es algo que parece más fruto de la cerrilidad, la envidia o las ganas de epatar de la manera más burda posible.

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