por Marisol Oviaño

Confieso que me acerqué a esta novela  con cierta prevención: en el primer artículo que leí sobre ella, se hablaba de su autora como de alguien que todavía no sabe si es hombre y mujer. “Otra que se suma a la última moda para vender libros”, pensé. Pero en cuanto empecé a leer La inquietud de la noche , me atrapó.

Jas está a las puertas de la adolescencia y vive en una granja lechera neerlandesa con sus ultra religiosos padres y sus hermanos. El mayor, Matthies, suele tomarle el pelo, y una mañana se niega a que Jas le acompañe a patinar al lago helado porque van a cruzar a la otra orilla y ella es demasiado pequeña. Enfurruñada, Jas sale a intentar a convencer a su padre de que cenen pato, faisán, pavo o cualquier otro animal que no sea su conejo Dieuwertje, al que ha criado ella misma. Pero su progenitor no da su brazo a torcer, de modo que Jas echa mano de la fe familiar:

Le pedí a Dios que se llevase a mi hermano Matthies en lugar de a mi conejo. «Amén».

Y su plegaria será atendida.

Así comienza esta fascinante novela de Marieke Lucas Rijneveld  , publicada por Temas de Hoy , editorial del Grupo Planeta.

Lo primero que me atrajo de La inquietud de la noche fue la  historia —la vida después de perder un hermano— los personajes, tan ajenos a mí —una familia sumamente religiosa que encuentra en la Biblia todas las respuestas—, y la voz narradora: una preadolescente abrumada por la culpa en plena crisis existencial . Pero, una vez que empecé a leer, lo que me conquistó fue  el universo mental de su autora, su profunda mirada y su particular capacidad para hacer asociaciones de ideas y construir potentes y originales metáforas (y símiles).

“Y no debo olvidarme de mirar todo el rato a los ojos de la otra persona, porque quien aparta la mirada guarda un secreto y los secretos siempre están guardados en el congelador de la cabeza como si fueran paquetes de carne picada en el congelador del frigorífico: en cuanto los sacas y no haces nada con ellos, se estropean”.

La muerte de Matthies pone a prueba a toda la familia, especialmente a Jas que, aunque no lo verbaliza, vive con el remordimiento de haber pedido que su hermano muriera. Tanto, que se clava una chincheta en el ombligo y la sujeta con tiritas. Pero, como las desgracias nunca vienen solas, Dios les manda un nuevo castigo: las vacas contraen fiebre aftosa y tienen que sacrificarlas a todas. La muerte, omnipresente, se convierte en una obsesión para Jas. Vive con miedo a que sus padres desaparezcan y, como en su corta vida apenas se ha movido de la granja,  expresa esa crisis existencial con los elementos que tiene alrededor :

“Madre sumerge un queso de comino en el baño de salmuera, esta fase dura entre dos y cinco días. A su lado, en el suelo, hay dos sacos grandes de sal. Cada cierto tiempo tira una cucharada generosa al agua para conservar el sabor del queso. A veces me pregunto si serviría de algo sumergir a padre y a madre en el baño de salmuera, bautizarlos de nuevo “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, para que adoptasen una forma más firme y se pudiesen conservar durante más tiempo. Por primera vez me llama la atención que la piel alrededor de los ojos de mi madre tenga un aspecto amarillento y apagado, pareciéndose cada vez más a la bombilla de encima de la mesa del comedor, el delantal de flores parece una pantalla y su ánimo alterna entre luz y oscuridad, como el interruptor: no podemos dirigirnos a ella enfadados, ni callar, ni mucho menos soltar alguna lágrima. De vez en cuando me da la impresión de que estaríamos más tranquilos si pasaran una temporada sumergidos, pero no me gustaría que quedásemos al cargo de Obbe; todavía seríamos más poca cosa que ahora y ya apenas somos nada. Desde la ventana de la quesería veo que mi hermano y mi hermana se dirigen al establo del fondo. Van a enterrar a Tiesje entre los pollos muertos y dos gatos callejeros. Mi misión es distraer a madre. Padre no se enterará de nada, acaba de irse en bici. Ha dicho que, si fuera por él, no volvería nunca. Es por mi culpa: ayer desenchufé el congelador porque me apetecía un sándwich de jamón y queso, pero cuando me lo comí, con un poco de kétchup, me olvidé de volverlo a enchufar y hoy todas las judías que madre y padre acababan de congelar estaban blancas, empapadas sobre la mesa de la cocina. Los cuerpecillos verdes tenían un aspecto lamentable, como una plaga de saltamontes longicornios muertos. Tanto trabajo para nada: durante cuatro noches seguidas habíamos tenido que desenvainar por turnos una carretilla de judías, con una bandeja en la falda para los desperdicios y dos cubos de ordeñar al lado, en el suelo, para que madre solo tuviera que lavar y escaldar las judías para meterlas después en bolsas de congelar. Cuando colocó la cosecha descongelada sobre la mesa, padre abrió las bolsas con el cuchillo del pan, tiró las judías blandas a una carretilla y las llevó a la pila del compost. Después dijo que nos las apañáramos sin él, pero sabíamos que tenía que ir al sindicato y que cuando volviese habría olvidado que había amenazado con irse para siempre. Mucha gente quiere huir, pero los que huyen de verdad no lo anuncian, simplemente se van. Aun así, me preocupa que llegue el día que tengamos que llevar a padre y madre a la pila del compost en la carretilla, y que todo sea culpa mía”.

Pero también le obsesiona su propia muerte, algo que no ve con miedo, sino como algo que podría ser liberador:

“Obbe me saca la lengua. Cada vez que lo miro me saca la lengua, la tiene marrón debido a la galleta de almendra y chocolate que nos han dado con la limonada. Yo he separado la mía para rascarle primero la crema blanca con los dientes. No me doy cuenta de que tengo los ojos de lágrimas hasta que el veterinario me guiña el ojo. Pienso en la clase de ciencias, nos han hablado sobre Neil Amstrong, el primer hombre en pisar la Luna, pienso en cómo debió sentirse la Luna la primera vez que alguien se tomó la molestia de acercarse a ella. Quizá el veterinario también es astronauta y alguien, finalmente, se tomará la molestia de descubrir cuánta vida me queda”.

Jas es una niña rara que, desde su rareza, nos cuenta cómo se va desmoronando toda la familia. La madre —que ya no toca a los tres hijos que le quedan— apenas come y adelgaza a ojos vista, el padre se refugia en el trabajo y en su fe, y los hermanos —un chico mayor que ella y una niña más pequeña— se sienten desorientados en la nueva situación.

Los tres hijos mantienen una extraña e íntima relación, todos los personajes menores de edad  sienten una gran curiosidad por el sexo — Jas se masturba con su osito de peluche sin saber que se está masturbando— que, en ocasiones, lleva a sus juegos cierta brutalidad. Hay algo animal en la manera en que se relacionan , quizá porque han recibido toda su educación sexual de las vacas, los conejos, los sapos, los caracoles…

En realidad, en la novela hay cierta violencia sexual. El padre se preocupa por sus hijos del mismo modo que por sus vacas, y trata el estreñimiento de Jas como lo lo habría hecho con un ternero: metiéndole un trozo de jabón por el ano. Pero no lo motiva el sexo, sino la salud de su ganado. El personaje del veterinario, sin embargo, resulta un poco más turbio. Su presencia supone un poco de normalidad en medio de la tragedia, alguien diferente con quien hablar; con Jas es simpático y cariñoso, pero me queda la duda de si quería animarla o, simplemente, rozarse con carne joven. Y Jas no nos lo aclara, pues solo es una niña y le faltan elementos para juzgar.

Todos los personajes son raros, pero verosímiles. Reales. Y también la trama y el contexto, magistralmente recreado por la autora; no en vano, ella creció en una granja. Según he leído por ahí, la novela está inspirada en la muerte de su propio hermano.

Marieke Lucas Rijneveld pertenece a ese exclusivo club de autores que tienen un gran —y triste— bagaje vital, una inconfundible mirada personal y un gran talento para convertir el sufrimiento en literatura. La inquietud de la noche me ha provocado un deslumbramiento muy similar al que me produjo en su día La niña que amaba las cerillas,  de Gaétan Soucy   —que hace años publicó Akal  y que hoy parece descatalogado—. También al que me causó la lectura de Claus y Lucas  de Agota Kristof , hoy reeditado por Libros del Asteroide , cuya reseña  publicamos aquí de la mano de José Carlos Rodrigo Breto  . Como decía Rilke,  la infancia es la verdadera patria del hombre y las infancias desgraciadas, el motor de la buena literatura.

.

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.

ACEPTAR
Aviso de cookies