por José Carlos Rodrigo Breto

Están entre nosotros, en nuestras casas, al tomar el ascensor, al encender la caldera, al poner la televisión, al escuchar música… Están aquí, y han venido para quedarse: escondidos de regalo navideño, o como colonia del día del padre, tal vez en forma de chaqueta o camisa, o si nos hacemos una foto, al suscribirnos un seguro, cuando nos duele la cabeza y nos tomamos una aspirina, mientras conducimos nuestro automóvil, si hablamos por teléfono o, quizás, utilizamos tecnología inalámbrica, por ejemplo.

Están a nuestro lado y pretenden hacernos la vida más agradable, pero ignoramos que su uso, su manejo, viaja cargado de los sabores del pan de serrín de los campos de concentración nazis, del humo de ceniza de Auschwitz o del óxido del alambre de espino. Porque me refiero a los productos de las veinticuatro empresas que, el 20 de febrero de 1933, decidieron reunirse con Hitler para sufragar su esfuerzo económico en las elecciones que se celebrarían en el mes de marzo.

Las empresas, como Agfa, Allianz, BASF, Bayer, BMW, Daimler, IGFarben, Krupp , Opel, Schneider, Shell, Siemens, Telefunken, entre otras, no sólo apoyaron a Hitler sino que, con el posterior desempeño de la economía bélica, se beneficiaron de la mano de obra esclava tomada directamente de campos de Concentración y de Exterminio tales como Auschwitz, Dachau o Buchenwald.

El futuro no ha traído una retribución justa a esta vergüenza, las compañías siguen ahí, entre nosotros. Con nosotros. Junto a nosotros, porque lo hemos permitido. No han pagado por sus culpas y, si en alguna ocasión han llegado a hacerlo, ha sido una especie de broma de mal gusto y una ofensa para quienes murieron esclavizados y sometidos a la tarea de convertir en millonarios a sus dueños.

Esta denuncia, que ya se ha realizado en otros libros, como por ejemplo IBM y el Holocausto, de Edwin Black o en Negocios son negocios de Daniel Muchnik , en donde se acusa a Henry Ford y a la General Motors de aprovecharse del genocidio nazi. Conviene no olvidar que Ford es autor de uno de esos libros infames que durante años ha circulado con impunidad alimentando el empeño del antisemitismo. Me refiero a El judío internacional .

De forma que, todos ellos, de una u otra manera, siguen presentes en nuestras vidas. Y aquellas primeras veinticuatro empresas pioneras en dar su apoyo a Hitler lo llevaron a cabo en una reunión que se celebró en el Reichstag; una reunión que no se encontraba en el orden del día, que era secreta, y a la que acudieron los más importantes hombres de negocios y empresarios, industriales, de la Alemania del momento. Con ese apoyo, Hitler ya pudo lanzarse a la humillante anexión de Austria (el célebre Anschluss) y desencadenar el caos militarista y asesino sobre Europa.

De esta reunión, y de los posteriores tejemanejes diplomáticos, políticos y criminales, trata la novela del francés Éric Vuillard, El orden del día, que obtuvo el Premio Goncourt de 2017. Como he dicho, es un asunto que se ha tratado mucho en libros de historia, en ensayos, pero quizás no tanto de la forma literaria en la que sabe aproximarse Vuillard.

El francés compone una serie de cuadros casi minimalistas, con ligeras pinceladas sutiles, tras los que se vislumbra en toda su monumentalidad trágica el comportamiento desaprensivo de aquellos hombres, un comportamiento que arrojaría al abismo a la población de Europa. Por eso, Vuillard atiende a los pequeños gestos, que son pequeñas miserias que dicen de cada uno mucho más que una imagen de ogro despiadado.

Los empresarios son hombres preocupados por enriquecerse a toda costa, desconocen la ética y la moral, y el autor no necesita mostrárnoslos metidos en harina, barro o suciedad, para comprender sus componendas, su nula empatía y los motivos de su apoyo codicioso al Partido Nazi de Hitler. De lo que sería un comportamiento ético de compromiso normal, el no haber acudido a aquella reunión, se desprende el resto. Al asistir, hicieron su elección, mostraron su encarnadura de lagarto. Tomaron partido. Se alinearon con el horror.

Vuillard nos los describe, en el momento de acudir a la cita, como veinticuatro personajes ya trasmutados por el espanto de la muerte. Los empresarios se han convertido en verdugos, criminales, en la Parca misma:

“Eran veinticuatro, junto a los arboles muertos de la orilla, veinticuatro gabanes de color negro, marrón o coñac, veinticuatro trajes de tres piezas y el mismo número de pantalones de pinzas con un amplio dobladillo. Las sombras penetraron en el gran vestíbulo del palacio del presidente del Parlamento; pero muy pronto no habrá ya Parlamento, no habrá ni siquiera edificio del Parlamento, tan solo un amasijo de escombros humeantes”.

Son veinticuatro ángeles de la muerte que transportan la muerte prendida de sus gabanes. Esta sencillez a la hora de caracterizar a los personajes históricos, atendiendo a un detalle mínimo, como en este caso los abrigos, es la forma genial que tiene el autor para mostrar el lado velado de la tragedia que se nos oculta. Vuillard tiene muy clara su tesis: “La literatura, según dicen, lo permite todo”.

Y eso hará, permitirse contemplar las escenas históricas a su antojo, de cerca, desde un poco más lejos, en color o en blanco y negro, atendiendo a este matiz, a aquel detalle…  “Nos hallamos a la vez en todas partes en el tiempo”, afirma. Y es la afirmación determinante para construir tan brillantemente El orden del día. Para arrojarnos a la cara lo monstruoso de personajes como Gustav Krupp, Albert Vögler, Carl von Siemens, Willhelm von Opel

Vuillard se centra en el ejemplo de la empresa Opel para hacernos entender, o al menos intentarlo, la magnitud del asunto. El fundador, como los creadores de los otros imperios que se citaron allí con Hitler, acabó falleciendo; claro, faltaría más que esta gente, además, fuera inmortal. Podría entenderse que el culpable ha quedado fuera de juego. Pero la justicia no se ha reparado porque “las empresas no mueren como los hombres. Son cuerpos místicos que no perecen jamás”. De esta forma, Opel seguirá vendiendo, enriqueciéndose, fabricando y facturando hasta parecernos hoy en día “una anciana dama”, “una anciana dama muy rica, es tan anciana que apenas se le presta atención, ya forma parte del entorno”. Y en eso radica su impunidad a la hora de no pagar por los crímenes cometidos.

“Los veinticuatro lagartos se alzan sobre las patas traseras y se mantienen bien erguidos” porque se encuentran ante una de las personalidades del Reich, Hermann Göring. Están encantados, y Göring les promete un futuro de oro si apoyan la causa Nazi. Hay poco que pensar, mucho menos aún que plantearse en cuanto se ven en presencia de Hitler. Desde ese instante, desde esa reunión, la rueda se pone en marcha y Vuillard puede abandonar el Reichstag e ir atendiendo con su mirada fría, pero iracunda, al resto de los acontecimientos más sucios del proceso que acontecerá después.

Anexiones, invasiones, chantajes, violencia, mentiras, impertinencias diplomáticas, sometimientos, simulaciones… Y luego, obviamente, asesinatos, los panzers debocados y la guerra. Y al final del recorrido, los Campos de Concentración y Exterminio, la mano de obra esclava, y los propios Campos al servicio de cada empresa, de cada compañía. Y aún más allá: los beneficios.

Son los beneficios de una Historia que ha sido muy diferente para unos y otros. “Si alzamos los andrajos repulsivos de la Historia, nos encontramos con lo siguiente: la jerarquía contra la igualdad y el orden contra la libertad. De ese modo, ofuscada por una idea de nación mezquina y peligrosa, sin futuro, esa multitud inmensa frustrada por una anterior derrota, tiende el brazo al aire”.

Son datos que conviene que sean conocidos: “El 99,75% de los austriacos votó a favor de la incorporación al Reich (…) Sin embargo, justo antes del Anschluss, se produjeron más de mil setecientos suicidios en una sola semana. Muy pronto, anunciar un suicidio en la prensa se convertirá en un acto de resistencia”. Mucha gente veía lo que iba suceder, y no soportaban lo que iba a suceder. Como afirma el autor: “Su dolor es algo colectivo. Y su suicidio es el crimen de otro”.

El rodillo que se puso en marcha resultó muy rentable para los empresarios comprometidos con Hitler, a pesar, incluso, de la derrota final: “Bayer utilizó mano de obra procedente de Mathausen. BMW reclutaba en Dachau (…) en Sachsenhausen…”, y la lista es de una vileza insoportable: Cada compañía adscrita a un Campo con sus obreros. Vuillard desgrana esta lista infame que se torna todavía más infame cuando descubrimos en qué consistieron las reparaciones otorgadas por las empresas a las victimas tras la guerra.

Ninguna empresa mencionará a Hitler, ni a los judíos explotados, ni a los Campos, ni a la guerra. “Krupp se comprometió a abonar mil doscientos cincuenta dólares a cada superviviente”. Este gesto fue aplaudido por la prensa y le granjeó hasta publicidad. “A medida que fueron saliendo a la luz supervivientes, la cantidad asignada a cada uno fue menguando. Pasó a ser de setecientos cincuenta dólares, y luego de quinientos”. Al final, ante los numerosos damnificados, se suspendieron los pagos voluntarios de la Compañía.

Esta es la prodigiosa narración de un aspecto de la infamia que realiza Éric Vuillard, que va cuajando una ira fría y seca que acaba entrando en ebullición en el interior del lector, que no puede soportar tanta indignación. Todo aquello se gestó en esa reunión del Reichstag que no estaba en el orden del día, pero que dejo a Europa regada de víctimas.

Despojos, pestilencia. Vergüenza. Injusticia. El orden del día. El desorden de la Historia.

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