por Miguel Pérez de Lema

En las últimas fotos de su vida, se ve aun en los ojos grandes de Kafka un apocamiento adolescente, que se ha hecho crónico a sus ya más de 40 años. Toda la teología de Kafka es un delirio de adolescente, su estancamiento en una ciénaga que produce vapores venenosos y alucinaciones lucidísimas, la exacerbación del terror ante la crisis de la madurez, la renuncia a hacerse hombre. Incapaz de hacerse hombre el chico se convierte en escritor. Un raro.

Peter Pan nos cae graciosillo porque quería seguir siendo niño. El protagonista de las historias de Kafka –él mismo- nos produce un efecto triste, cruel y desalentador porque no ha superado mentalmente la pubertad, y la magnifica.

El adolescente se anticipa a todo. Sin vivencia propia experimenta en su imaginación y teme saber que hacerse hombre, ciudadano, peatón, contribuyente, es una hazaña; que hay que enfrentarse con audacia al mundo cada mañana, para llegar a ser esa cosa tan compleja que es un hombre corriente que pide un café, recibe una carta, se acuesta con su señora y lleva graciosamente el peso del universo sobre sus costillas. Kafka ha tenido miedo de lanzarse a la vida y escribe desde el miedo, siempre al borde de la piscina donde los demás ya chapotean despreocupadamente. Como no sabe vivir, escribe.

Vemos en sus novelas una evolución de su pensamiento, de su frustración y así se puede interpretar La Metamorfosis como la metáfora genial y simple del adolescente que se encierra para no enfrentarse al mundo. Una crisis de pánico a la madurez. Después, en El proceso, será juzgado y finalmente castigado por ello, es decir, no por lo que ha hecho sino por todo lo que no ha sido capaz de hacer. En la última novela, la más inacabada, América, hay un cambio. El protagonista sale y comienza la lucha por la vida. Parece que al final puede haber encontrado alguna clase de liberación, cuando llega al gran teatro de Oklahoma, pero Kafka muere sin rematar la novela, sin que su protagonista alcance un nuevo estado de madurez.

Deja escrito en su diario: ´Hay posibilidades para mí, sin duda, pero, ¿bajo qué piedra están escondidas?´Nunca encontró la piedra y su literatura no es tanto la búsqueda de esa piedra como la mortificación por no ser capaz de encontrarla. Lo interesante es que de esa mortificación por su inutilidad ante la vida, sale una escritura extraña, originalísima, que crece como un tumor genial y se alimenta de los miedos del chico hasta agotarlo. Aunque puede que haya algo de simbiosis en la relación, y que Kafka fuera consciente de que su tara para la vida estaba dando lugar a un monstruo literario, y que se entregara a su rareza para alimentar su literatura. Dicho de una forma más sencilla, Kafka tiene conciencia de su talento y procura darle las condiciones óptimas para que florezca: el malestar, la culpa y la mortificación son su abono.

Está obsesionado por la productividad como escritor, y se lamenta en su diario de su poco rendimiento. Y por otra parte, lleva una contabilidad de su vida y las cuentas no le salen. Profesionalmente, es un vendedor de seguros de cuarta división. Así no va a haber forma de desposar a la chica, a ninguna de sus tres novias sucesivas, de culminar ese mediocre asesinato del padre que es convertirse en su sucesor. Está abocado a un matrimonio convencional, pero tiene un empleo miserable que le sirve de tapadera para posponerlo. Al final las chicas se cansan de esperar y él se quita un peso de encima. Pero K. juega con trampa porque ese no llegar, ese no rematar los libros, ni la vida, ese carecer de posición, es el motor de su imaginación, y no quiere perderlo. Se agarra al terreno fértil y se niega a ser transplantado a otro tiesto. Vive protegido por su familia, a la que nada le une emocionalmente pero que le cobija como al enfermo múltiple y desvalido que es. Tal vez en la madurez hubiera encontrado nuevos terrores que alumbraran otras pesadillas. El caso es que no llegó nunca, que se quedó sin salir del huevo.

Muy al final, K. encuentra un amor más a su medida, menos comprometedor y más pasional. Ensaya la convivencia con la nueva amante en Berlín, pero está ya demasiado enfermo, se ha hecho un carácter inamovible de alucinado, de mártir sin futuro y espera morir y no dejar rastro. Pide a su amigo más leal, Max Brod, que destruya sus manuscritos. Max le traiciona y se convierte en el gestor de la publicación de la obra dispersa, a la que da el orden que mejor le parece y de la que escribe interpretaciones cerradas, que quiere definitivas, confundiendo su poder de albacea traidor con una autoridad que no le pertenece.

La lectura de Kafka convierte al lector en un asaltador de tumbas. Leemos lo que él pidió que fuera destruido, convirtiendo la lectura en un acto obsceno. Al final, K. se procura una mortificación eterna para seguir removiéndose en su tumba, pues cabe pensar que en el fondo de su instinto sabía que Max le iba a traicionar y que su obra iba a acabar triunfando. Queremos pensar que un talento tan extraordinario como el suyo es incompatible con el desconocimiento de sí mismo.

Esa petición del holocausto para su obra también puede ser al mismo tiempo el testimonio último del rencor hacia sí mismo del autor, que ha sido el motor de su literatura. Al final, el tumor genial, la obra, se ha acabado comiendo al hombre, y éste ve que no ha sido más que su sirviente y en la hora última ve lo poco que ha obtenido a cambio. Enfermo, a punto de morir, puede haber intuido que la posteridad de su obra se ha fraguado con la negación de su vida. Pidiendo la destrucción de la obra tiene un momento último de reconciliación con la vida, como Don Quijote recobra la cordura en el lecho de muerte y reniega de su personaje.

Y aun cabe otra interpretación, es posible que todo sea una última prueba de pudor adolescente. El ciudadano Franz Kafka era poquita cosa, tuberculoso, ligero y óseo. Un judío tuberculoso de Praga, que escribía medio a escondidas, como avergonzado de escribir y pudoroso de publicar. Lo rechazaban casi siempre, pero cuando le publicaban lo pasaba aun peor. Las críticas a La Metamorfosis le dolieron como a un adolescente al que le han robado el diario íntimo, y no falta quien se burle de él. La publicación, al final, no solo de las novelas sin concluir sino de los mismísimos diarios personales, nos permite disfrutar de una de las ocho o diez luminarias mayores de la historia de la literatura, pero también nos convierte en espías que miran por el ojo de la cerradura la intimidad de un adolescente encerrado en su habitación. Lo más honroso, tal vez, sería leerlo de igual forma, encerrados en nuestra habitación de adolescentes, guardando silencio sobre los secretos que hemos espiado.

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