(Publicado por Alfaguara)
Una novela de Javier Marías siempre es un acontecimiento. En esta ocasión, el protagonista es Tomás Nevinson, marido de Berta Isla, que después de dejar el servicio activo es reclutado para que trate de localizar —y ejecutar— a una de las participantes en los atentados de la casa-cuartel de Zaragoza o el de Hipercor. Y ahí es dónde surge el dilema moral: ¿está bien dedicar tanta energía y recursos a eliminar a alguien diez años después?
“Dándole vueltas al asunto aquella noche, tras haber concertado con reluctancia una cita con Tupra para los siguientes días, pensé en lo mucho que se parecían esos organismos nuestros a las mafias, en las que se entra y de las que uno puede ser expulsado —normalmente la expulsión es total, suele llevar aparejada la expulsión del mundo y de la vida—, pero de las que no se sale voluntariamente, y si se sale de mutuo acuerdo, como había sido mi caso, uno acaba descubriendo que tan solo estaba de permiso o con una excedencia, por tiempo que se alargaran uno y otra. Aquellos a losq ue uno ha servido tienen información ilimitada sobre su pasado, conocen los hechos que llevó a cabo por indicación suya, y por tanto poseen la capacidad de tergiversarlos y presentarlos a una luz incriminatoria y fea. Basta con introducir un poco de verdad en la mentira para que ésta no solo resulte creíble, sino irrefutable. Estamos en manos de quienes nos conocen de antaño, los que más pueden perjudicarnos son quienes nos han visto de jóvenes y nos han moldeado, no digamos quienes nos han contratado y pagado, o se han portado bien y nos han hecho favores. Nadie escapa a eso, a lo que se sabe que sufrió o que hizo, a los ultrajes recibidos, a los miedos no vencidos y a los resarcimientos que nos hemos ido cobrando en presencia de testigos o con su vital ayuda. Por eso muchos detestan y no soportan a sus antiguos benefactores, y ven al que los sacó de un apuro o de la miseria, o aun los salvó de la muerte, como a su mayor peligro y su mayor enemigo: es el último con quien desean cruzarse. Sin duda era Tupra mi mayor enemigo, sabía en el mundo de mi trayectoria, infinitamente más que Berta, que mis padres muertos, que mis hijos vivos, ellos lo ignoraban todo. Y Berman Tupra era, además, un artista de la calumnia”.
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